Justo al dar la vuelta a la derecha para incorporarme al periférico, me detengo en ese breve espacio diagonal que separa la lateral del vértigo de estampida que corre por el centro. Sin razón miro con el cabo del ojo izquierdo un trozo pequeño de pasto en el camellón. Verde, húmedo. Abro la ventana de la camioneta y me quito los lentes al ritmo de una brisa mínima. De entre la hierba, brotan como una plaga mágica, son cohetes blancos, explosiones quimicas y nucleares en miniatura. Es una avalancha entera de ellos, y yo, me quedo petrificado, metido en su embrujo. No puedo escucharlos, pero siento que me hablan.
Despierto y acelero a fondo, voy para allá.
Ya es tiempo.
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